Cerró los ojos tan fuerte que le dolieron, dentro de su cabeza, todos los instantes vividos. Ahora ya había conseguido acallarlo… Se agarró con tanta intensidad al frío metal de la escalera que sus dedos tardaron siglos en responderle. Necesitaba tumbarse, necesitaba descansar y vaciar sus pensamientos. Dirigió su mirada al estrecho baño plantado bajo el hueco del piso superior, a kilómetros de distancia de su apartamento. Demasiado viejo, demasiado cascado para apuntar desde arriba, así que se sentó y soltó un suspiro de alivio.
Sus rodillas no respondieron a su llamada, no quisieron mandarle lejos de allí, y sin embargo era donde se sentía más seguro. Apoyó su mano vuelta casi transparente al pomo de la puerta y se impulsó hacia el pasillo que tantas veces había imaginado como un camino hacia la eternidad. Ya se sentía tranquilo, por fin cansado y dispuesto a dormir.
De nuevo otra parada, otra opaca sensación de no poder avanzar. Cruzado ya el umbral de la puerta, las llaves cayeron dejando sonar todas las veces que la añoranza había deseado que abrieran las puertas de un Madrid desconocido.
El olor a humedad no había abandonado aquella estancia durante al menos los últimos quince años, tampoco la oscuridad. Pero era una buena sensación, había acostumbrado a aquel anciano a disfrutar de aquel lugar. En sus oídos el intenso sonar de un frigorífico le quemaba por dentro, le hacía tiritar cada vena de su espeso cuerpo.
Sus pies recorrieron en el mismo instante las losas del salón y de su escueto dormitorio. Su propia respiración lo asfixiaba devolviéndole el recorrido a través de todo su cuerpo. El mundo se le había reducido, sus ideas empequeñecidas como aquel mal llamado hogar, ya no le servían de inspiración. “Este paraíso ya no es para mí”.
Ocho metros y medio de voces de toda una vida cuadrados dentro de ese espacio. El hueco de una minúscula ventana se le pegaba al cuerpo como una sábana rancia y áspera. Sin cortinas, sin necesidad de ocultar nada. Despejó todos los cojines y se tumbó en el sillón, su sillón, el sillón del rey hastiado. A pesar de su forma raída y su aspecto de fantasma era donde más cómodo se sentía, su santuario. Los pies sobre la mesa confundida con el aparador repleto de figuras y objetos inservibles: un mono de porcelana, una pequeña bandera de España, un calendario detenido en 1988, un seco florero silenciado en polvo, una figura de señora con pamela besando a un caballero sin cabeza, jabones esparcidos, velas sin mecha… Todo un tesoro.
Una vez más, las hormigas le recorrieron el pelo, el cuello y la espalda ennegreciendo sus deseos de sumirse en un profundo sueño. Molesto, pegó su cabeza a la pared para sentir mejor las vibraciones y entonces lo oyó. Lo oyó como si recorriera un espeso bosque trazando tallos y hojas a su paso, como un río que trepara y limpiara las calles que hacía pocas horas había pisado. No podía quitarse aquel sonido de pequeños y cortos pasos de su cabeza, no podía… La madera de la trampilla parecía estar hecha de otra pasta diferente, quizás por los años que había dejado pasar sin abrirla. Sus huesudos dedos consiguieron acercarse y tramar lo que había estado intentando toda la vida. Y allí estaba, un niño de no más de seis años abrigado por montones y montones de telarañas.
- No es usted muy amable señor…
- Soy tan amable como mi edad me permite que sea –sentenció.
- ¡Qué buena vista para pintar los hermosos techos y ventanas de París! –gritó el crío con su cuerpo en puntillas intentando mirar a lo lejos desde el tragaluz que hacía las veces de sol sombrío-. Yo quiero convertirme en un gran pintor cuando sea mayor ¿sabes? Como Van Gogh y plantar girasoles en todos los libros de texto de la escuela o como Arcimboldo comiendo fruta todo el rato y mirando al cielo.
- Demasiado joven, demasiado inocente para comprender… Nunca despiertes de ser niño.
- No le entiendo señor.
- Pues que te dejes de ensoñaciones y prepárate para actuar como se espera de ti en este mundo loco. Estudia medicina o magisterio o cualquier otra cosa que te de dinero. Hazte psicoanalista y sácales los cuartos a burgueses de mangas almidonadas… Haz como yo…
- Pero yo quiero pintar… Yo quiero plantar un gran mural en las calles –dibujó círculos en el aire.
- No tengo ganas de seguir con todo esto pequeño –exhaló el anciano en un intento de borrar todo aquello.
- ¿Es que no vas a jugar conmigo un poquito Luis? Me apasionan las carreras de coches y las canicas y pegar tiros al aire. ¡Este sitio de magos y conejos blancos me parece genial para esconderse! –exclamó atropelladamente.
- ¿Me has llamado por mi nombre chaval? ¿Lo llevo tatuado en la frente?
- Es que tiene usted cara de Luis y siempre he pensado que los que nos llamamos así estamos hechos de una pasta especial. ¿No cree?
- Te he dicho que no quiero seguir con toda esta charla Luis –remarcó la última sílaba en un siseo-. Estoy cansado y necesito quedarme solo.
- ¿Por qué piensas eso? Si lo que intento es echarte de aquí.
- Porque lo sé y lo siento. Lo siento cuando respiro el aire de esta habitación, cuando veo sus manos temblar.
- Tiemblo porque soy viejo y el mundo se me tambalea y acaba, niño –aseguró acercándole las manos a su rostro.
- A mí me gustaría hacer un millón y una cosas antes de morir. Quiero leer toda la biblioteca que perteneció a mi padre, quiero volar en avión, marcharme cuatro días al campo con mi amigo Jesús, quiero construir una escuela para enseñar a pintar mariposas, subir al sitio más alto del mundo… ¿Qué le gustaría hacer a usted señor? –le preguntó con una sonrisa que llenó toda la estancia.
- Tu risa me hace libre, me pone alas. He hecho tantas y tan pocas cosas en la vida que creo que ya no me queda nada con lo que soñar. Mis ventanas están cerradas, solo abro puertas para dejarme caer por el café de siempre a conversar con tres carcamales como yo o para encerrarme en este lugar que se ha convertido en mi segunda piel. Y leo, me gustaría seguir leyendo aunque mi vista se esfuerce en abandonarme.
- ¡Pues eso es genial! Yo escribo historietas antes de irme a dormir. ¿Quiere leer alguna? –le ofreció el chico con brillo en los ojos.
- ¡Ay, Luis! Una vez me enamoré de la idea de publicar un libro de relatos sobre mi propia vida y plasmar los dibujos que también hacía desde niño. Un error tan grande. Solo fueron deseos, intentos que quedaron flotando en estas cuatro paredes. Un error. Dame alguna razón por la que deba o pueda alcanzar un sueño, pequeño –suspiró.
- No sé, es una pregunta difícil y yo solo soy Luis. Pero creo que las historias de los sueños quedan grabadas en la memoria de cada uno y pueden recuperarse en cualquier momento.
- Pero yo ya estoy tan caduco…
- Y yo tan verde, señor –imitó mirando al suelo.
Sentado con sus rodillas al descubierto y llenas de arañazos de una corta vida de aventuras, tan niño para alcanzar la tristeza del mayor, miró a su alrededor y se detuvo en un cuadro que pasaba desapercibido de entre tanta selva de artilugios y decoración. Un marco confinando aquella imagen como en una celda.
- ¿Por qué han de morir padres en las guerras amigo? ¿Por qué las madres agarran a sus hijos y se marchan de los países que no les dan de comer?
- ¿Qué dices chiquillo? –preguntó un Luis sorprendido.
- No esté usted triste, no crea que su padre quiso abandonarle. Se marchó con una bala en el estómago y el dolor de dejarle en el corazón. Su madre fue muy fuerte, le cogió de la mano y le trajo hasta aquí para verle feliz, para darle ese sueño que le queda por vivir… Me gusta veros sonreír en esta imagen que casi habla sin decir –dijo recurriendo a un tono cómplice.
- Luis, pequeño…
El niño se le acercó y en un intento le abrazó. Tan pequeños brazos agarrando ya sus hombros, su cuello, su espalda… Las lágrimas de aquel hombre bañaron su diminuto cuerpo.
- Yo siempre le he protegido Luis, siempre he intentado estar cerca, pero ahora depende de usted. Ahora ha de decidir si quiere marchar o sacar el mejor partido de todo esto. Consiguió cerrarse todas las puertas y traerme hasta aquí. Ahora ya es tarde, ahora debe dejarme partir… Le quiero… siempre conmigo y siempre sin ti.
- Ahora puedo recordarte en mi niñez, puedo incluso dibujar tu rostro, puedo sentir tu piel. Me has lanzado tan fuerte esta piedra que ya empiezo a comprender. Puedo latir tu corazón, puedo lanzarme a tu olvido. No me sueltes, no dejes de arroparme, no me quedan fuerzas… Este paraíso ya no es para mí. Tarde o temprano esto iba a suceder, no me abandones hijo. Siempre supe que respirábamos el mismo camino, ahora puedo soñar que eres yo.
Gracias Alfonso por guiarme en el proceso de NUNCA DESPIERTES y ayudar a que salga a la luz. RAMÓN M.
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