Otra entrega de los trabajos fruto del Taller de Relato Práctico Tusitalas celebrado en el mes de mayo-junio en el Centro Cultural CajaGranada. Es el turno de El barrio de la acequia, relato de Jorge Santisteban.
Sentado en el suelo, el joven
americano balanceaba su cuerpo con un ritmo continuo,
repetitivo. Entre cuatro paredes mullidas blancas que le acogían y apresaban a
su vez. Pero eso, poco le importaba a él. Su mirada se diluía en mundos que le
eran ajenos. Vestía una encorsetada camisa de fuerza. Las sujeciones de la cama
no le servían de nada. Se volvía más agresivo si cabe, y se liberaba con
facilidad. La celda de aislamiento era la opción más adecuada.
Tom, que así se llamaba, no
era antes así. Fue un dinámico y responsable estudiante universitario de
Erasmus, que, buscando el rumbo de su destino venidero, miró en el horizonte un
aleteante signo en un país extranjero. España. Y más concreto, Granada. Sus
padres quisieron quitarle de la cabeza semejante idea; en la patria de barras y
estrellas no faltaban universidades para sus inquietas prioridades. Pero él,
como dicen en tierras íberas, era burro de un solo pilón. Siempre conseguía no
sin obstinación, su más ansiado deseo: Facultad de Bellas Artes en la capital nazarí.
Llegó hace ocho meses. Dos
empleó para buscar piso, seis desde que comenzó el curso. Él solo se las
arreglaría. De este modo, aludía y eludía el opresivo yugo que le colocaban sus
padres; libertad y aire para respirar. Era hijo único. Fue Pete, en el barullo
del tablón de anuncios de la facultad, quien le propuso instalarse en un piso
que compartía con otros, y con quien entabló una buena amistad. Por cierto,
bastante alejado ese alojamiento del centro de estudios. En la entrada del
barrio del Zaidín – un chollo tío, un verdadero chollo – le decía su
inseparable amigo fiel. El inmueble se ubicaba en un conjunto de casas de
protección oficial de tres plantas, que databan de mediados de los cincuenta
del siglo pasado. El propietario, vio más beneficio sacarle tajada y no menos
perjuicio alquilar el viejo piso a jóvenes. A condición de pagarle
mensualmente, y cuidarlo como era debido. Estudiantes, sí. Pero no de los más
temidos; puertas rotas, piso derruido.
Con Järgen y Georges, reunidos
en aquel piso, parecían los tres mosqueteros. Jóvenes, aunque no insensatos. La
diversión dosificada, de esa no se privaban ni un rato. Así se establecía el
renovado trato- el del inmueble y el que establecían entre ellos. Si estuviese
privado Tom de su amigo y referente, Pete, de sonrisa franca, el prototipo
australiano surfero, estaría irremediablemente perdido en su país anhelado.
Fue una mañana, tras una noche de juerga, cuando se iniciaron
extraños acontecimientos a su alrededor. Fue a partir de ese instante que todo
cambiaría. Llamadas de teléfono, tanto en el piso, como fuera de él. Ruidos en
el techo. Música a toda voz a deshoras. Y para añadidura, le seguía y miraba
gente con extraño semblante que él no conocía. Sin embargo, le mortificaban
todos esos hechos. ¿Por qué a él? ¿Y esa grieta del edificio que se percató en
cierta ocasión, en el momento que se fue a hacer running? Nada tenía sentido para aquel joven y responsable americano.
Celebraban una mini fiesta en
el piso, en compañía de una chica de Järgen -una de tantas que pasaban por su
cama-, que fue invitada. Fue ella la que daría al joven americano la clave
primordial de lo que estaba sucediendo. En determinado momento de la velada,
Järgen el escandinavo, ya bastante ebrio, la acusó de ser una bruja, no como
simple insulto, sino como referencia a esas “tías raras” que creen y viven de
lo paranormal. La provocó, y esta, herida, le respondió que haría un ritual. Y
que al realizarlo, que nadie pidiera la más mínima explicación. Así se hizo.
Alice, que se llamaba la joven, comenzó a hablar:
-
En este lugar,
algo oculto se intenta desvelar… En uno de vosotros, ha centrado su interés… -
y señaló precisamente a Tom. Se sorprendieron todos los demás, incluido él-. Es
a ti a quien ha elegido. Las paredes de este lugar, sus moradores, guardan un
terrible y temible secreto. Espúreo, sibilino. Un trágico acontecimiento. Y hay
quiénes, prefieren salvaguardarlo a toda costa, a todo precio… Creen que les
exponemos en serio peligro. Odio, envidia, oportunismo y secretismo
manifestados en clandestinas reuniones de condimentadas conversaciones. Juegan
al antiguo juego del ruido y del silencio. Viles víboras cobardicas –hizo un
profundo suspiró–. Sus faltas, pecados y responsabilidades no las asumen como
la gente corriente y de buena fe. Intereses pusilánimes, oscuros, los
incentivan a cometerlos. Y el cerco, poco a poco se cierra, y a su vez, se va
sellando. Tom, tú no fuiste el primero. Hay quienes con rotunda sentencia, les
daña la sola existencia de esa pareja de figuras chinas
Por
más que le pidieron explicaciones Pete y los demás, ella se negó en rotundo a
responder. Sólo el joven americano reconocía de lo que estaba hablando. En sus
pesadillas, aquellas citadas figuras decorativas ya aparecían. La chica
prosiguió:
- Pero
estas, a pesar del tiempo y lo sucedido, aguantan, resisten y persisten como la
roca al agua y al viento; se moldea y se socava, pero jamás se rinde. El Mal,
la ponzoña se anida y se nutre, se agazapa…como una alimaña que aguarda a su
presa, hasta capturarla…y entonces inocular su inicuo veneno. No. También hay
otro mal fuera, en la calle. En el subsuelo. El agua hace tiempo que se ha
estancado. Se ha corrompido. Su mal inclusive se ha añadido, y como
amplificador nutre y apoya al ya existente entre ellos…Una grieta se está
abriendo camino en el edificio, gruesa. Como un cáncer se va expandiendo;
enferma y sentencia el lugar y a quienes lo habitan, aún más… Se encuentra en
la acequia bajo estos terrenos. El agua debe circular para ser portadora de
vida, fluir sin obstáculos. Estas, en cambio están turbias, sucias. Sendas
iniquidades son retroactivas y van a por ti, Tom… Esas aguas y sus moradores
son jueces, verdugos e instigadores. Aléjate de aquí cuanto antes. Tu vida,
está en grave peligro. Ellos asumen su mal. Tú, aún puedes cambiarlo.
El joven americano comprobó a
primera hora de la mañana que lo que decía la chica era cierto; la grieta
provenía de la tapa del alcantarillado del asfalto que recorría la calle del
inmueble. Alguien, desde el bar de la esquina, le comunica a otra persona de lo
que el chico está haciendo. Después tuvo una fuerte discusión con Pete, quien
le recriminó su extraña conducta, y que había avisado a sus padres, sin su consentimiento.
El resto del día, tensión y silencio, únicamente roto por Tom: “Sé lo que tengo
que hacer, y lo haré…”
Pete recuerda con absoluta
devoción, cuando días después, él en compañía de Georges, Järgen y unos cuantos
agentes de paisano, aguardaban en la estación de autobuses a los padres del
insensato joven. Su amigo fiel, rememora el día en el que Tom asesinó a un
hombre, en el piso en el que vivían.
Al día siguiente de la bronca,
se extrañó el australiano que Tom no fuese a clase. Por la tarde, había en la
calle del inmueble un gran revuelo de gente, policías, ambulancia. Järgen y
Georges estaban allí, le contaron todo ante su incrédula emoción. El joven
americano había matado al presidente de la comunidad con un cuchillo de cocina.
El cuerpo estaba en el comedor. Encontraron a Tom, desnudo en la bañera, como
un loco mortificado. No lejos de él, el arma homicida. La grieta, la acequia,
el allanamiento de morada por parte de la víctima y el propietario, tomado a
hurtadillas de la cocina el cuchillo, su fatal destino…
El cordón policial se levanta.
Pueden sus compañeros de piso recoger sus enseres, el dueño del piso quería deshacerse
de ellos. Sólo Georges y Pete acudieron juntos, el cínico de Järgen lo hizo
horas antes. Les abrió la puerta el vecino de abajo. Del dueño nada quiso
saber.
Hay un completo desorden de
sus ropas en el suelo y en los muebles. Georges tiene fuerzas para hacer una
agria crítica a la profesionalidad de los investigadores del caso. Pete, está
desecho. El borrón de sangre del comedor, y la foto de todos ellos en su mesita
de noche termina con su aniquilado ánimo. Trolleys deslizantes se marchan del
piso. Frente a la puerta, Georges nota algo raro. El pestillo de apertura no es
el mismo; lo han cambiado. Entonces, lo del allanamiento… En ese instante, cae
sobre el techo de la entrada una pelota dura de plástico… Los jóvenes abandonan
el fatídico lugar para siempre.
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